Roberto Cuéllar

¿Qué me enseñó a vivir en el momento presente?

La vida ocurría en el año de 1999; yo me encontraba en Bogotá estudiando Filosofía e Historia con la particularidad de no tener que asistir presencialmente a la Universidad pues mis ganas de vivir diversas experiencias me habían llevado a tomar la decisión de hacerlo en la modalidad a distancia. Esto significaba que debía estudiar autónomamente durante 6 meses y al finalizar el período presentar exámenes orales y escritos para validar mis avances y alcances en las diferentes materias. Esta situación me emocionaba profundamente pues tenía la libertad para elegir qué caminos tomar, qué formas darle a los días, qué colores ponerle al aprendizaje. Muchas veces, en la elección de cómo aprovechar el tiempo, primó la productividad llevándome a explorar diferentes labores que me enseñaron que para el trabajo se requiere disciplina, humildad, buenas relaciones, capacidad de servicio, entrega…

…Así mismo, estos espacios de trabajo me enseñaron también que no siempre había que trabajar. Que en la vida se abrían espacios extraordinarios para el cultivo del alma que además nutrían mi deseo ferviente por filosofar. Uno de estos espacios emergió del encuentro con un amigo del colegio que quería tener la experiencia de ser Guarda parque Voluntario en alguno de los parques nacionales naturales de Colombia. Me pidió el favor que lo acompañara a las oficinas de Parques Nacionales a inscribirse y mis piernas no dudaron en seguir sus pasos. Cuando llegamos al lugar la persona que nos atendió le pasó a mi amigo un formulario de inscripción y cuando salía de la sala algo hizo que se volteara dirigiéndose hacía mí con una convicción contundente: “¿le traigo también a usted uno?, porque usted tiene el perfil!”, afirmó mirándome de arriba abajo. No sé si los jeans rotos o la mochila arhuaca colgada en mi espalda me hacían acreedor a tan noble título. Yo simplemente hice lo que un joven lleno de esperanza, de apertura y espontaneidad haría: sí señora….le respondí. Al firmar ese documento que certificaba mi interés como aspirante a Guarda parque no estaba dimensionando que estaba a unos cuantos días de acceder a una de las experiencias más maravillosas que he vivido. Comenzando porque mi amigo, quien realmente había hecho la gestión, fue rechazado mientras que a mí me citaron semanas después a contarme que tendría el honor de ser el primer colombiano en ser Guarda parque Voluntario del Parque Nacional el Tuparro. Cuando me nombraron la palabra el Tuparro moví, esto sin que la directora de Parques y su asistente lo notaran, mis ojos hacia un mapa de Colombia que colgaba en la pared intentando encontrar la palabra Tuparro en algunas de las montañas o sabanas que sobresalían, pero me fue imposible lograrlo. No tenía ni idea  dónde quedaba eso. Mientras reflejaba una sonrisa nerviosa e ignorante, la Directora de Parques exclamó: “bueno, entonces estás listo para viajar al importante departamento del Vichada?” Asentí con la cabeza como si fuera experto en geografía y apenas me retiré de la reunión salí a una librería a buscar en un Atlas la ubicación exacta del Tuparro. Comprendí, después de volar con Satena a Puerto Carreño, tomar una lancha y atravesar el río Orinoco, llegar a Puerto Ayacucho capital del Amazonas venezolano y tomar un camión hasta el puerto de Garcitas para tomar otra lancha hasta la sede principal del Parque, que el Tuparro quedaba lejos, muy lejos…..otra cosa que me pareció evidente fue que allá no vivía mucha gente y que los que vivían eran seres bastante particulares. Una tribu nómada de los Sikuani, un internado con un colegio para niños de la calle dirigido por el padre Javier de Nicolo, un grupo subversivo, la guardia venezolana, campesinos colonos, pescadores….hacían parte del censo del parque que con una extensión de 542 mil hectáreas se expandía hasta el infinito y más allá de lo que podían observar mis ojos juveniles.

Los días transcurrían despacio, muy despacio….las horas se hacían infinitas pareciendo que se escondían para no salir al calor de 40 grados en la sombra. Los paisajes se alzaban con una belleza ingenua vista y reconocida por las pocas personas que se habían atrevido a pisar estas tierras. El río Orinoco y los caños que de su afluyente nacían permeaban la sabana y la hacían existible para sus habitantes. La tierra era poco cultivable y los víveres llegaban de manera intermitente haciendo del menú diario una oda a la repetición: arepa hecha con harina pan venezolana, yuca, café con leche en polvo y montañas de azúcar blanca, arroz y ….sí …el complemento mágico que aparecía cuando las aguas del río nos lo ofrecían: el pescado. Todas las mañanas amanecíamos a las 4 de la mañana con el corazón abierto para poder hacernos amigos de la Esperanza: la de pescar algo en el río que le diera sabor al rutinario plato de arepa, yuca, arroz y café con leche en polvo y montañas de azúcar blanca. Comprendí en esas salidas matutinas que pescar es un arte pero sobre todo que no basta con tener un anzuelo y un nihlon. Pesca el que tiene paciencia, el que hace silencio, el que intuye, el que espera, el que agradece el intercambio….cualidades bastante alejadas de mi realidad de aquel momento pues las 3 horas indicadas para la pesca me las pasaba luchando contra un ejército de zancudos hambrientos que anhelaban sangre incauta de cachaco recién llegado….Para no sentirme inútil , era muy proactivo con el ritual post pesca en el que primero, y esto como enseñanza que me dio Evaristo, indígena Sikuani que lideraba la faena, se le agradecía con mucho respeto al pescado por el sacrificio ofrecido y posteriormente se despojaba con el machete de sus íntimos y no comestibles órganos. Cada mañana de pesca se convertía en una plegaria por convertir el desayuno, el almuerzo y la comida en una fiesta multicolor y no en una rutina gastronómica a la cual nunca faltaban la arepa, la yuca, el arroz,  el café y sus inseparables amigos el azúcar blanca y la leche en polvo.  

Por otro lado, la vida en el parque hacía que cada momento fuera extraordinario…mucho más que el anterior; guiar turistas alemanes por las rocas precámbricas y vislumbrar a lo lejos los pasos de pumas, venados y nutrias. Dar clases de filosofía a los estudiantes de grado once del colegio para niños de la calle en proceso de rehabilitación, manejar la lancha por el río Orinoco para evitar la pesca con dinamita, delimitar senderos entre la selva y marcar árboles y plantas para poder conocer su presente y su futuro, hacer censos de población y encontrarse con vestigios de una tribu nómada que caminaba descalza, no hablaba español y no sabía que sus miembros eran colombianos, interactuar con la guardia venezolana para definir acciones en contra del contrabando, saber que cuando se está lejos la comunicación no se da cuando se quiere sino cuando se puede y que se habla en frases cortas acompañadas de un cambio y fuera, aprender de personas sencillas primas en primer grado de la naturaleza que no necesitan de grandes estudios ni investigaciones para saber cómo se comporta el agua, la tierra, el árbol, los animales, dimensionar lo que es un incendio cuando lo que se quema no son casas sino bosques…...

Así era mi vida en las entrañas del vasto territorio llanero hasta que un día toda la dinámica que estaba viviendo cambió para mí. Recibimos en la sede principal un comunicado radio telefónico en el que un trabajador del Parque clamaba por su salida del lugar que le había correspondido salvaguardar. El lugar custodiado por el valiente empleado era el raudal de Maipures, una maravilla del mundo moderno catalogada así por mi mismo, y descubierta por los afamados aventureros e investigadores Humboldt y Bonplan al finalizar el siglo XVIII. Maipures es un conjunto de rápidos que comparten juntos a pesar de la velocidad en la que viven y que descansan al finalizar su viaje a los pies del Orinoco. Lo acompañan hermosas playas amarillas donde se asientan inmensas rocas que lo adornan con cierta elegancia. Desde el punto de vista humano, el raudal era un lugar solitario, aislado, con poca o nula comunicación con el resto del mundo. Esta situación había hecho que el funcionario encargado, y después de 3 meses de estar viviendo en ese lugar,  necesitara un cambio urgente. Todas las miradas se volcaron hacia mí; el joven voluntario que siempre está dispuesto a todo, que camina con bermudas y ya no tiene más espacios en sus piernas y brazos para el festín de los zancudos. 

Unas horas después me encontraba en una lancha en dirección al raudal de Maipures con el objetivo de reemplazar al guardaparque frustrado por la ausencia de contacto humano. Mis nervios en realidad sólo pasaban por el hecho que inevitablemente se vendría encima mío: pescaría sólo. Ya no contaría con la sabiduría de Evaristo ni valdría mi astucia para culminar el protocolo post pesca….estaba sólo….yo y mis libros de lógica y Platón, yo y mi anzuelo abrazado a un nylon que hasta ese momento estaba invicto en las lides de la pesca…..pero sobre todo yo y mi incapacidad: a pesar de haber seguido al pie de la letra el decálogo de mi maestro indígena en las faenas de la captura de los habitantes del agua, ni el silencio ni el agradecimiento los había podido dirigir a alguna presa que proviniera de mis propios logros….

Fue así como una mañana idéntica a la anterior e idéntica a la que iba a venir el día después, salí de la cabaña….ya llevaba varios días escuchando la sinfonía del raudal de Maipures, varios días sin poder decir cambio y fuera, varios días en los que mi especialidad parecían la lógica y las ideas de Platón, cuando me levanté con la esperanza y el anzuelo en alto y con toda la confianza lancé mi rapala al agua como encarnando el espíritu  aborigen más experimentado, como si ese silencio que cargaba bien adentro hubiera por fin sido escuchado por un ser que decidió sacrificarse por un joven guardaparque que sólo quería darle más sabor al encuentro de la arepa, la yuca, el arroz, el café con leche en polvo y las montañas de azúcar blanca….Al tercer lanzamiento mi mano sintió algo nunca antes vivido….dentro del agua alguien había respondido…la fuerza no fue más fuerte que la alegría cuando del agua emergió mi primer pescado….lo había logrado…subí a la cabaña y con cierta arrogancia cumplí con las labores post pesca a las que me había graduado semanas antes…lo tenía!!! esa alegría fue menguando hasta que el corazón dejó hablar a la mente y ésta repuso como a ella le gusta intervenir: con la duda…..¿me lo como todo o lo guardo para mañana?...esta pregunta en la ciudad puede tener el mismo valor que una cascara de banano en la calle. En Maipures, esa pregunta era la Vida, era la decisión más importante de los últimos días….después de una pequeña junta directiva interna entre la mente, el corazón pero sobre todo la previsión, tomé la decisión de partir en 3 partes iguales el pescado: comer un poco ese día y guardar el resto para los días siguientes….estaba delicioso! Pero, el empaque que le hice!!! Digno de tener en cuenta en DHL, Fedex, UPS y la misma Servientrega. Utilizando un limpión y una pita realicé mi primer acto de embalsamiento…el pescado parecía una momia egipcia que fuese a descansar por los siglos de los siglos colgada de una puntilla del techo viejo de la cocina donde habitaba….con el trofeo seguro me dispuse a dormir feliz por la hazaña conseguida. Entrada la noche  y teniendo como testigo el sinfónico sonido del río Tomo mi corazón empezó a latir más fuerte de lo habitual, mi frente estaba llena de sudor, mi mente gritaba alerta tan fuerte que mi sueño se detuvo súbitamente; respirando con agitación y sin entender lo que estaba pasando una voz me dijo al oído: dirígete a la cocina….mi intuición me decía lo que yo ya sabía pero no quería aceptar…sólo fue entrar a la cocina para presenciar cómo un séquito de hambrientas hormigas estaban llevando a cabo una de las ejecuciones más perfectas jamás vistas por este tipo de colonias: estaban aprovechando los dos tercios del pescado que yo había decidido guardar. Cogí la pita y le quité los nudos, desenvolví la maraña del limpión y cuando lo abrí: no había nada que hacer. Miles de hormigas sonrientes festejaban con tan delicioso platillo….. lo había perdido todo…..

Y es que el pescado, 20 años después de haberlo perdido, me ha quedado guardado para el resto de la vida. Y no precisamente una tristeza o frustración por su partida a manos de las hormigas sino por el significado que dejó en mí. A partir de ese momento pongo toda mi atención y acción en no dejar nada para después….en intentar y esforzarme por no convertir ninguna experiencia en una momia…en no tener por si acasos…doy lo mejor de mí para no  perderme de la vastedad y plenitud de vivir cada momento hasta el final….en estar presente para disfrutar  todo lo que ofrece el aquí y ahora…inhalar y exhalar estando ahí para observarlo, aceptarlo, disfrutarlo. 

Permítanme preguntarles hoy: ¿qué están haciendo con su pescado? Los invito a no guardarlo, a ir hasta el final…hoy mismo….a no dejar de actuar, expresar, amar…a no esperar para agradecer mañana…a partir en tercios lo que hoy la Vida nos regaló y que con una media sonrisa  dibujada en la cara se puede disfrutar…..

Mindfulness ha sido el vehículo que me ha servido para despertar mi capacidad de estar en el presente, de vivirlo en plenitud, de no dar nada por hecho y poder ampliar mi impacto y transformar significativamente mi realidad. 

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